lunes, 16 de mayo de 2016

Solo nos quedan las plazas



Que despacio pasa el tiempo. Parece que fue ayer cuando Joaquín Costa pedía apoyos, en cafés, tertulias y teatros, para conseguir la regeneración de España. Parece que fue ayer, y ya ha pasado más de un siglo. Un siglo desde que tras el desastre colonial, los regeneracionistas como Costa, exigieran educación, limpieza electoral y progreso. Hoy el analfabetismo se llama “Sálvame”, el caciquismo se llama concejal de obras y la pobreza se endulza con cheques y ayudas gubernamentales, por lo demás, solo ha cambiado la estética y los pasquines, que ahora son digitales.




Escribo deprisa, y con las ideas aun revueltas, en una mesa recoleta del Jekyll & Hyde Bar, en la esquina norte de Washington Square Park, donde hasta hace unos minutos he estado hablando con un grupo de españoles que, ante la mirada cómplice de los neoyorquinos, han manifestado en paz su espíritu regeneracionista, en el centro de la Universidad de Nueva York.
“No estamos en contra de la democracia ni de los partidos, pero tenemos que sanearla antes de que la perdamos”. Carmen Cuadrado esta de paso en Nueva York, tan solo faltan unas horas para coger su vuelo de regreso a España y participar en las elecciones del domingo. No es una antisistema, pero sabe lo que no quiere del sistema, "Lo que queremos es un poco de justicia, que quiten de las listas a todos los políticos implicados en casos de corrupción y que empiecen a mirar un poco más a los ciudadanos y menos a sus propios bolsillos". Junto a ella, y tras una pancarta que blasona "Solidarity with the Spanish revolution" esta Elena Giménez. Es uno de los mensajes que estos exiliados neoyorquinos comparten, en español e inglés, con sus compañeros de Sol. "Real Democracy Right Now", "Así no volveré" o "Joven español cualificado no encuentra mercado", forman parte de la letanía que se repite en decenas de ciudades españolas en estos días de mayo, y también por media Europa. Elena tiene 34 años, con un currículo brillante, plagado de masters, grados e idiomas, perdió su mileurista contrato hace unos meses, y como otros jóvenes formados se mudó a Nueva York para buscar futuro.

“Arrastrados por la rutina de la vida cotidiana y la inercia de la política tradicional, yo creo que en España la sociedad no ha tomado conciencia de la gravedad de la situación y de la trascendencia de movimiento 15M”, me explica Lorenzo Díaz-Mataix, un científico catalán residente en Nueva York, que ejemplifica esa fuga de talentos que vive España, con mayor intensidad, si cabe, desde hace tres años.

Hace cinco días, un 15 de mayo, me escribía desde Madrid Juan Manuel Honrrubia, un viejo amigo de la facultad, “Me voy a Sol con un grupo de compañeros de desamparo, porque ya no tengo a otro sitio donde ir”. El suyo, el de Carmen o el de Elena, es el retrato de las concentraciones. El movimiento de las plazas de España no es en su esencia un movimiento interclasista, ni ampliamente ciudadano. Cinco millones de parados, uno de dependientes sin amparo y varios de mileuristas y jubilados en el congelador de las pensiones son situaciones con arreglo y llevaderas.

Y lo son porque la situación tradicional española es, más o menos, esa. Somos de un país pobre, que ha sacado la cabeza hace veinte años, así que la mayoría de la población tiene asumidas ideas como “pobres ha habido siempre”. Las redes y solidaridad familiar, la picaresca, la economía sumergida y las caminatas por el filo de la ley son habituales. Pocos se escandalizan de tener que votar a políticos imputados o de que las administraciones despilfarren sus impuestos en banalidades tales como propaganda, mítines, carpas inaugurales o cambio de membretes cuando se produce la típica y decimonónica reorganización administrativa, con cambios de ministerios incluidos. Nuestra cultura no nos predispone a criticar eso, antes bien, a admirarlo. A todos nos gustaría que nos tocara la primitiva o a conseguir un puesto de funcionario, como fuese. A todos nos gustaría ser concejal de obras o presidente de club de fútbol. Admiramos a quienes han sido capaces de retar al sistema y aprovecharse de sus debilidades. Es parte de nuestro genoma.
Pero lo de Sol es distinto. Quienes han iniciado esta serena rebelión no son de esas generaciones conformistas, ni de esos grupos de población analfabeta a los que la logse ha condenado a un trabajo eventual de miseria, con el que pagar en miles de letras un coche tuneado y los licores de Mercadona que permiten hacer botellón en los lugares habilitados inteligentemente por la autoridad. Y para los que sean abstemios o tengan azúcar, siempre queda Telecinco. Todo es soma, al más puro estilo de Orwell.

Pero los de Sol son Wasp. Trasladado a España, jóvenes blancos, de cultura cristiana, formados y cultos. Jóvenes criados en plena democracia, que no han vivido otro sistema, que han creído en él, que creen en él, y que son conscientes que no tienen cabida en el trapicheo en que se ha convertido Europa, y más exactamente España. Siempre, a estos movimientos se une el folclore. Muchachos con la cara pintada que hacen malabares, jóvenes con zancos lanzado consignas antiamericanas y anti capitalistas y maduras señoras añorantes de la republica. Pero el núcleo somos wasp. Unos hemos huido de España perseguidos por la violencia, otros de la frustración de no poder participar en un sistema que te prepara para ser nada y no te da sitio para ser protagonista, y otros ni siquiera han podido huir.

Sin apoyo social, probablemente todo quede en nada. Una amalgama de sentimientos y razones dará la disformidad necesaria para que hábiles oradores desmonten las quejas. Al final, Rubalcaba, pasadas las elecciones, y sin miedo a que la policía le quiete votos, limpiara las plazas con lo primero que pille. Al final la gente antepondrá la comodidad y las buenas costumbres. Pero al final, en la soledad de nuestros pensamientos, yo creo que muchos caeremos en la cuenta de que tienen razón. De que algo no funciona en nuestro sistema cuando los jóvenes están fuera del sistema, y los corruptos en sus entrañas.


Imagen Pablo Ausucua

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