El fracaso
de la historia, como elemento aleccionador de la vida humana suele radicar en
el desmedido afán de ciertos sectores sociales por exacerbar símbolos y personajes,
más allá de lo razonablemente necesario y deseable. Un ejemplo es Oliver
Cromwell, el político y militar inglés, aun habiendo sido poco de ambas cosas,
al que el imaginario colectivo ha colocado, quizá no tan merecidamente, como el
héroe nacional y europeo que enarbolo la bandera del republicanismo, como
símbolo de la lucha contra los gobiernos absolutos, abriendo paso a una nueva
era, que desembocaría en estados marcados por la defensa de la sociedad civil.
Desde obras
literarias como las “crónicas parlamentarias” de Allen Prescott, hasta el
“Cromwell” cinematográfico de Ken Hughes, nos han trasladado la imagen de un
Cromwell atormentado por la incomprensión de algunos, la envidia y el recelo de
otros y la exaltación de la mayoría, como el campeón que derrotó al tirano, en
aquellas impagables interpretaciones de Richard Harris y Alec Guinness, que
escudriñaban en el lado humano del héroe que sacrificó su vida por Inglaterra.
Todo muy en la línea apologética del héroe solitario tan propia de la cultura
anglosajona, y que ya había cultivado Theo Frenkel en 1911.
Sin
embargo, como exponía Christopher Hill en su imprescindible “The Century of
Revolution”, las dudas sobre el papel real de Cromwell en la transición de la
era absolutista a los estados contemporáneos es, cuando menos, discutible,
teniendo en cuenta que el discurrir de la historia ya apuntaba, desde tiempo
atrás, pasos ineludibles hacia el derrumbe de un absolutismo muy frágil y
voladizo, con o sin Cromwell.
Y es que
todo, como ha demostrado Sayles en su “The mediaeval foundations of England”, la Inglaterra de la Edad Moderna se aleja
de los patrones de interpretación y evolución de la historia europea, por lo
que aplicar estas categorías históricas a la interpretación del papel político
de Cromwell, resulta, al menos, arriesgado.
Fundado
bajo el particularismo físico de una isla de modestas dimensiones, Inglaterra
había alcanzado, mucho antes de nuestro protagonista, un nivel de desarrollo
político considerable, ya desde le medievo, observable en la pujanza que su
conquista de vastas extensiones continentales, durante la Guerra de los Cien Años
demostraba. Una pujanza sostenida en una clase nobiliaria muy uniforme y
compacta, y un tejido urbano vigoroso, amparado en la protección real y los
privilegios económicos, en la más pura tradición anglosajona. Unos hechos que
conviene recordar a aquellos que blanden la figura de Cromwell como campeón del
poder representativo, sin caer en la cuenta que desde los tiempos de Eduardo
III, Inglaterra poseía un sistema parlamentario que, a diferencia del
continente, no solo establecía la representación estamental, sino que acumulaba
un amplio poder de control legislativo, no así fiscal, sobre el monarca. El
sistema encontraba su justificación en la falta de amenazas locales en el
reino, y en las facilidades de gobierno de un espacio territorial reducido. Si
a ello unimos que, como defiende J.P. Cooper en “Differences between English
and continental governments in early seventeenth century”, la pervivencia de
los tribunales consuetudinarios, como las asambleas jurídicas tradicionales,
bloquearon sistemáticamente el desarrollo de una justicia nobiliaria
jurisdiccional extensa, y de un sistema de magistrados reales, nos encontramos
ante el hecho de que estos contrarrestos al poder real introducían una
embrionaria diferenciación de poderes (ejecutivo amplio para el rey, limitativo
de la legislación en el parlamento y autonomía judicial en algunos ámbitos),
tres siglos antes de nuestro “héroe”.
En este
marco de circunstancias, y como acertadamente aprecia Fowler en su “The Hundred
Years, war”, las guerras medievales habían sentado las bases del poder
parlamentario y la debilidad monárquica, mucho antes del enrarecido siglo XVII.
La proliferación de ejércitos mercenarios y la avidez nobiliaria inglesa en el
continente, volcada a una guerra de rapiña en el territorio Valois, casi hasta
el siglo XVI, habían degenerado en un estado poco sólido, que no había
evolucionado como los continentales, al amparo de las poderosas maquinarias de
guerra renacentista, precisadas de mando centralizado y administraciones
extensas. Y lo habían hecho en la misma medida en que los saqueos sobre Francia
habían alimentado una monetarización creciente de la economía inglesa, y un
consiguiente desarrollo de la clase comercial, cada vez más autónoma y crecida,
ante un poder real estancado y al margen de buena parte de este “negocio”.
Por ello,
cuando la empresa del botín francés concluyó, la débil monarquía poco pudo
hacer ante una nobleza y una clase urbana que volvieron armas al interior,
barriendo en los campos de Bosworth a la vieja monarquía , abriendo las puertas
del poder a unos Tudor que solo acelerarían el proceso.
Quizá, como
señala uno de los grandes estudiosos del fenómeno Tudor, Penry Williams, y
planteada así la situación, debemos colgar la escarapela de campeón del
parlamentarismo, más que a Cromwell, a Enrique VIII, especialmente por la
desidia de su acción de gobierno.
Los únicos
pasos reseñables en contra del equilibrio de poder en la isla, se habían dado
con el rey Enrique VII. La creación de una camarilla de gobierno que desplazaba
a las viejas instituciones, el arrinconamiento de un parlamento ni convocado, y
la creación de la Star
Chamber y el control de las justicias locales habían dado
pasos muy seguros para controlar las sediciones internas y centralizar el
poder. Hasta que su sucesor, Enrique VIII, frenó este proceso en su querella
matrimonial contra el papado, por su pretensión de divorcio de Catalina de
Trastamara, a la postre tía del emperador español Carlos de Habsburgo.
Enfrentarse a ambos sería lo que llevaría al inestable Enrique a una autentica
y solapada revolución política. De un lado, el rey precisaba fuertes sumas de
dinero para hacer frente a las nuevas amenazas y sobrellevar el creciente
aislamiento, de otra, apoyo político para enfrentarse a una oposición interna,
religiosa y nobiliaria, que amenazaba su persona y su dinastía.
De esta
forma se rescataba la vieja institución parlamentaria, se realzaba su papel y
se limitaba el del rey, que obtenía en aquel la justificación de sus medidas,
de sus regalías y de su subversión de las tradiciones, creencias y formas de
actuación tradicionales en el reino. Pero el poder del rey, que no se reducía,
quedaba a expensas, peligrosamente, de la justificación de las clases
terratenientes y urbanas, todo según un meticuloso plan de desarraigo del viejo
sistema político de Enrique VII y del vigente en el continente, impulsado por
otro Cromwell, Thomas.
Pero ni el
primer Cromwell, ni el hábil Wolsey, ambos más eminentes políticos que Oliver, pudieron
preveer ni compensar la suicida y errática política de Enrique VIII, el
verdadero decapitador del absolutismo inglés. Las aventuras militares del rey
en el continente, con sus onerosos y poco fructíferos resultados
(intervenciones militares en el norte de Francia entre 1512 y 1546), arrasaron
las arcas reales, obligando al rey a buscar empréstitos, a devaluar la moneda y
a enajenar las grandes cantidades de tierras expropiadas a la iglesia católica
durante los años iniciales de la reforma anglicana. Con ello la monarquía
perdía toda posibilidad de independencia económica del parlamento, a la vez que
las ventas engordaban a una gentry que seria, en el siglo siguiente la
triunfadora en la lucha por el poder en Inglaterra. A la par que estos sucesos afianzaban
un nuevo equilibrio de poder en Inglaterra, la nobleza se desmilitarizaba y se
transformaba en un grupo comercial al socaire de los mercados de lana y
coloniales, ante la ausencia de amenazas a la isla, la incapacidad del rey para
mantener un aparato militar permanente o la falta de políticas expansivas en el
continente. Y se debilitaba, como grupo de poder, inmersa en las querellas
religiosas y matrimoniales de la monarquía. Los propietarios urbanos eran pues
la clase emergente sin duda. Solo cabía evaluar con que valores y en que
sectores se sostendría su poder en el siguiente siglo. Y ahí si que Cromwell
adquiriría cierta relevancia.
La segunda
mitad del siglo XVI, el periodo isabelino, preámbulo de las guerras
parlamentarias estabilizo el reino, en los parámetros políticos antes
descritos, tras la inquietud de los reinados de Eduardo y María, pero afianzo
una tendencia histórica, la incapacidad fiscal y ejecutiva de la monarquía para
crear un aparato militar sólido que defendiera los intereses exteriores
ingleses, en el complejo tablero de ajedrez continental, y que madurara, en su
entorno, una administración centralizada y autónoma de las instituciones
representativas. Milicias y soldadescas mercenarias temporales, para los
conflictos flamencos y la defensa interior demostraron, además de la escasa
capacidad real para generar esta dinámica, la desproporción entre costes y
resultados operativos y la inferioridad del absolutismo inglés, que nunca había
fraguado. De hecho, ni el fracaso español en la aventura de la Gran Armada pudo ser
capitalizado por la monarquía Tudor, mermada por los costes de la larga guerra
con los Habsburgo, pero que apenas (salvo modestos avances en America) obtuvo
territorios o botín, más allá del que las irregulares fuerzas corsarias
aportaban a la corona.
Este hecho,
que no había pasado desapercibido para la dinastía de la isla, fue el que
posibilitó el inicio de la aventura irlandesa, continuando las tímidas
políticas de los predecesores de Isabel. Marginados de su entorno, Inglaterra
volvió en el siglo XVI sus ojos hacia la isla vecina, sobre la que ejercía un
relativo protectorado o ascendiente, a través de la familia feudal de los
Kildare. Las repetidas rebeliones de los isleños contra la política
anglicanizadora de los ingleses, el rechazo a los colonos británicos y la
intromisión de España y el papado, impulsó a fines de siglo al gobierno de
Londres a un notable esfuerzo bélico que extendiera su espacio vital por
Irlanda. La guerra no aporto cambios en la organización del estado, pero el
desarrollo naval de la corona si. Al tiempo que los ingleses desplazaban la
guerra terrestre a un segundo plano y a un espacio alejado, la armada, desde
los tiempos de Hawkins, desplazaba al ejército como instrumento de expansión,
con lo que ello implicaba. Una menor utilidad del poder centralizado y una
mayor extensión del comercio, sus intereses y sus grupos sociales asociados.
Así las
cosas, el modelo político que habría de heredar Cromwell, sufriría una
importante transformación cuando cuatro décadas antes de que nuestro
protagonista apareciera en escena, la desaparición de la dinastía Tudor trajese
al sur de la isla el poder Estuardo, y con él, una hibridación política
sustentada en la unión dinástica de los reinos de Inglaterra y Escocia, más la
incorporación de Irlanda, siendo estos dos últimos no herederos de la tradición
romana, ruralizados, feudalizados, y con elementos absolutistas más maduros, en
algunos aspectos, que el particular modelo de administración inglesa. Un modelo
particular, en el que el centro del poder se asentaba en el parlamento, no en
una nobleza territorial y armada, como en Escocia, y que aquí, desmilitarizada,
también ejercía su autoridad e influencia en el parlamento de Londres, algo que
Jacobo I no pudo ver y no supo administrar, como defiende Donaldson en
“Scotland”.
Su falta de
visión sería el caldo de cultivo idóneo para movimientos como los que
favorecerían la revolución de 1640. Así, la monarquía jacobea iniciaría un
acercamiento a España, claramente impopular, a la vez que la corona iniciaba
una política venal y de liquidación de monopolios que le alejaba de la
necesaria colaboración del parlamento, y afianzaba la justificación de su
poder, algo que redundaba en iguales fines. La política absolutista así
planteada tuvo eco positivo en las aristocráticas sociedades de los Lowlands y
en los recién incorporados condados del Ulster, necesitados de afirmación en
sus convicciones nacionales, frente a la población sometida, pero sentó las
bases de la desconfianza parlamentaria y de los grupos dirigentes ingleses que
situaban su poder allí. En el segundo cuarto del siglo XVII, la familia
Cromwell formaba parte de una sociedad triádica, formada por un renovado y
próspero cosmos rural (propietario, arrendatario y jornalero), crecido con las
liquidaciones monásticas de la primera era Tudor, un amplio sector de pequeños
propietarios agrícolas libres (los yeomanry) y una pujante y culta clase
comercial, crecida al pairo del desarrollo naval posterior a Isabel I. Este sistema
social, bastante maduro, era incompatible con las pretensiones “feudalizantes”
y absolutistas de la monarquía jacobea, máxime cuando esta no disponía de
interés para una alianza permanente con la Gentry , y esta no atisbaba la necesidad de un
sometimiento al poder real. A ello se añadía una nobleza que, en una sociedad
más prospera y madura, veía innecesario sostener un poder central, necesario
para frenar unas insurrecciones o amenazas campesinas que ya no cabía esperar
que se produjesen.
Este desarrollo
venia, además, acompañado de un nivel impositivo tradicionalmente bajo, por la
falta de exigencias exteriores, y por la financiación real tradicional en base
al expolio de la iglesia. Y ello con su consiguiente correlato, la falta de una
burocracia extensa que apoyara el poder real.
Cuando en
1628 Cromwell accedió al parlamento, como simple comparsa, y gracias al
patrocinio de los Montagu y de los Lilburne (como prueban sobradamente David
Hume y Christopher Hill), el corrupto gobierno jacobino había dado paso al
puritano de Carlos I, cuya escasa visión de estado había llevado a, sin
percatarse de los escasos mimbres con los que contaba, y confiando en el peso
que le daría las arcaicas formas sociales escocesa e irlandesa, intentar
construir un imposible absolutismo. Anulado el parlamento y enemistado con la
gentry, Carlos agotó sus fuerzas en la ridícula intervención inglesa en la
guerra de los Treinta Años y el estéril conflicto con Francia. Para acallar las
críticas, el rey disolvió de forma indefinida el parlamento, con lo que el
discreto diputado Oliver Cromwell perdió su empleo. Esos años de tensión
política acercarían a Cromwell, en palabras de Adamson, a las orillas del bando
aristocrático, liderado por Essex, Warwick y Saye, justo el grupo político que
ahora Carlos cortejaba, a fin de recabar apoyos a su gobierno personalista,
mediante la concesión de privilegios a los llamados pares y la reserva de
monopolios y beneficios económicos para el patriciado urbano. Toda una
contradicción para quien, según Carlyle, era ya un campeón de las libertades.
A
principios de la década de los cuarenta, Cromwell, vinculado al mismo grupo,
tomaría parte muy activa en la elaboración de la llamada ley de Rama y Raíz,
base para el patronazgo real sobre el episcopado, y punta de lanza, a través
del aparato ideológico-eclesial de la corriente puritana, que instrumentalizaba
a la iglesia para iniciar el despegue del absolutismo inglés, introduciendo la
domesticación del clero, el hieratismo regio y los conceptos de derecho divino
de la monarquía. Junto a estos pasos ideológicos, a los que contribuía con
entusiasmo nuestro protagonista, Strafford y otros adláteres del rey,
intentaban, con cierto éxito, sortear las limitaciones fiscales de la monarquía
en Inglaterra, convirtiendo a Irlanda y Escocia en la despensa del reino,
imponiendo unos impuestos a la gentry irlandesa y a oligarquía rural escocesa,
imposible en Inglaterra, donde la estructura social nacida en la época Tudor y
que anteriormente relatábamos, lo impedía.
La venalidad
corrompió al estado, y las cargas fiscales promovieron la aversión a la
administración carolina y a su puritana y dócil nueva iglesia. Pero la
creciente tensión entre el parlamento, como representante de las clases urbanas
y mercantiles, y los puritanos partidarios del gobierno regio estaba lejos de
resolverse en aquel constreñido marco. La monarquía nunca se había desarrollado
en Inglaterra por la inexistencia de un aparato militar sólido, como el que
había impulsado a las grandes monarquías continentales. Sin él, y dada la
esquelética composición económica de la monarquía, esta no podía imponerse a
las milicias tradicionales, de la misma forma que estas eran lo bastante
frágiles como para propinar un golpe a la corona que la doblegase.
El “impasse”
se resolvería, en contra de los intereses de Carlos, curiosamente en el terreno
en el que este había depositado todas sus esperanzas de consolidación real, en
las sociedades periféricas. El temor escocés a que la intransigencia religiosa
del rey condujera a la recuperación por la iglesia puritana de sus diezmos y
tierras secularizadas. En ese marco, la imposición de una nueva liturgia
anglicana provocó el levantamiento escocés, justo en una tierra, en la que a
diferencia de Inglaterra, la nobleza no estaba desmilitarizada ni
mercantilizada, el ardor guerrero del norte, con sus milicias campesinas y sus
mercenarios alemanes arrasó como un torrente a las débiles fuerzas realistas,
al tiempo que el otro punto débil de la estructura social británica, Irlanda,
iniciaba una intensa revuelta católica. La curiosidad histórica radica en que
el absolutismo inglés no caía arrastrado por la vigorosa sociedad mercantil del
sur de la isla y sus deseos de levantar un estado “constitucional”, sino por
sociedades periféricas incorporadas en su tímida expansión, y más atrasadas
históricamente.
Ante tales
acontecimientos y tras las derrotas de 1638, el rey se vio obligado a convocar
al parlamento a fin de conseguir apoyo financiero y político para defender el
reino. El control de esos recursos y las fuerzas militares levantadas a tal
efecto desatarían el penúltimo acto de esta historia, la guerra civil que
apuntillaría a la corona absoluta. Era la primera revolución burguesa de la
historia, y la primera vez que débiles conglomerados feudales, como el escocés
y el irlandés, derribaban un absolutismo, abriendo el paso a un régimen
“constitucional”.
Ese
movimiento histórico provocaría un vuelco en el que probablemente Cromwell
representaría un freno, no sabemos si consciente a la revolución naciente.
Alineado e el bando parlamentario, pese a su declarado puritanismo, su defensa
de la libertad de conciencia y su apoyo a posiciones conservadoras en el orden
social, Cromwell no solo iría ascendiendo en la escala militar, en la primera y
segunda guerras civiles, sino que tomaría parte en importantes debates
tendentes a resolver el conflicto, como el "Heads of Proposals" o Los
Debates de Putney, que buscaban diseñar un nuevo equilibrio institucional y un
acuerdo con el rey, ahora alineado con sus antaño enemigos escoceses, temerosos
del giro de la situación y el imponente peligro que suponía para el orden
social de sus estados.
La fuga de
Carlos, tras ser tomado preso, el enfrentamiento con sus antiguos aliados, como
John Liburne, su antiguo mentor y sus creciente influencia militar
(especialmente tras su victoria en Preston) llevarían a Cromwell a un
providencialismo enfermizo que impediría la consolidación de los avances
políticos obtenidos por la gentry y el parlamento en la guerra. Tras la masacre
de los parlamentarios opuestos a sus planes, en la Purga de Pride (Austin
Woolrych, “Commonwealth to Protectorate”), la formación del llamado “parlamento
de Rabadilla”, constituiría el signo inequívoco de que el régimen posterior a
Carlos I adolecía de un cierto delirio, y se encontraba en las antípodas de un
gobierno de vocación liberal, en el sentido reflejado en la obra de John Locke.
La creación de parlamento Barebone, en 1653, como un consejo de sabios y
santos, anticipo del gobierno de Jesucristo en la tierra, no puede entenderse,
de ninguna forma, como un pilar en la construcción de una sociedad civil.
Ni siquiera
la constitución posterior de John Lambert, que abría las puertas al
protectorado cromwelliano puede verse en ese plano. Su muerte, el fracaso de su
hijo Richard en el protectorado y el efímero gobierno militar de Monck
servirían para que el parlamento, liberado de la locura religiosa y la
monarquía republicana de Cromwell y sus partidarios, pudiera asentar, ahora si,
un equilibrio político y social duradero, basado en la monarquía limitada de
Carlos II.
Quizá la
versión de un tirano que las “Memorias” de Edmund Ludlow nos han transmitido, a
través de la pluma de John Toland sean excesivas. Quizá su intervención en los
conflictos civiles de la convulsa Europa de finales del XVII, abrasada por el
conflicto religioso y las secuelas de la guerra de los Treinta años, sea explicable.
Quizá su gobierno autoritario llegó en el momento preciso en que la Inglaterra mercantil y
expansiva de había generado la
Edad Moderna se veía amenazada por las feudalizadas
sociedades del norte y el oeste del reino. Pero lo que admite poca duda, es que
su gobierno marco un notable freno a la progresión “democrática” de la Inglaterra del XVII y
su muerte el fin del absolutismo inglés, tan necesario para su emergencia como
potencia moderna.
Imagen
cromwell-intl.com
Bibliografía
recomendada
Perry Anderson,
“El estado Absolutista”
Weber, “Economy and Society”,
J.P. Cooper, “Differences between English and
Continental government in early XVII century”
C. Russell, “The crisis of parliaments”
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