Ahí se
encuentra el rasgo fundamental que mide y talla nuestros actos, determinando de
manera clara, cuales de ellos merecen aprobación, y cuales oprobio.
1848, una
pequeña capilla metodista del estado de Nueva York es testigo del llanto liberador
de Elisabeth Candy Stanton, una de las heroínas del sufragismo americano, ante
el nacimiento de la
Declaración de Séneca Falls, la primera que proclamaba al
mundo que “La historia de la humanidad es la historia de las repetidas
vejaciones y usurpaciones por parte del hombre con respecto a la mujer, y cuyo
objetivo directo es el establecimiento de una tiranía absoluta sobre ella”.
Quizá entonces no se pensó cuan largo seria aun el camino para conseguir una
igualdad que, aun hoy, sigue siendo más un deseo voluntarioso que una realidad, cuando no portada de telediario, en la sección de asesinatos.
2014, el
teniente Luís Gonzalo Segura denuncia en la novela “un paso al frente” abusos e
irregularidades en el ejército de tierra, la mayoría a mujeres. Es detenido y
encarcelado por un delito disciplinario. No porque lo que dice sea falso, si no
por decirlo.
Es el punto
y aparte de una larga retahíla de agresiones impunes a las mujeres soldado
españolas y las denuncias de esos hechos. Un ejemplo, 2008, Pedro Colomino,
capitán del ejercito español, aconseja a la soldado Sheila G. que retire una
demanda por violación contra su compañero Miguel Ángel M.G., aduciendo que
existió una provocación por parte de ella. Los hechos habían ocurrido en 2005.
La presunta amistad entre ambos (presunta por cuanto anteponer el apetito sexual
al respeto y la dignidad, no casa correctamente con tal concepto) permitía
compartir a ambos bromas y tiempos. Tras desplazarse juntos a Torrejón para
realizar unas compras y tomar unas cañas, el joven, de camino al cuartel de
Hoyo de Manzanares, empujó a su compañera, la tiró al suelo, la penetró a la
fuerza y la abandonó en un callejón, como una alimaña, como un trasto inútil
ya.
Pero lo
relevante para el capitán, y presumo que para otros hombres, dentro y fuera de
esa institución, no es el hecho, sino el que el hombre respondiese, en la más
pura lógica de un mamífero en celo, a un estimulo de la hembra. Nada más. Y
puestos a arreglarlo, nuestro querido Pedro Colomino emplea como argumentación
ante la mujer, lo lioso del procedimiento administrativo, una vez dada parte a
sus superiores, y las consecuencias del hecho sobre la hoja de servicios del
agresor que, en el fondo “es un buen muchacho, que no merece los perjuicios que
tales sucesos le podrían acarrear”. Para ella, como es mujer, resulta intrascendente
ser violada, humillada y colocada en el pim pam pum público, del que sale como
una buscona calienta fusiles.
Y es que
todo está entre las piernas, para muchos hombres es el valor y la utilidad de
una mujer, la justificación de las acciones que sobre ellas se ciernen por
parte del género masculino, y el condicionante de los actos de ellos, incapaces
de poseer sentido, y sentir como hombres más allá de su función reproductora.
Contra el
teniente Segura y su libro se ha empleado el mismo argumento, una exageración
maliciosa.
Hay en todo
esto una concepción del sexo, la relación entre iguales y la capacidad de amar,
preocupante. Preocupante por cuanto implica un desorden perverso en la
conciencia de ciertos individuos, y he ahí donde la ley, y su efecto
transformador de la sociedad, muere. La simple posesión de un órgano cilíndrico
presupone para algunos hombres una posibilidad de dominio, un elemento capaz de
transformar su comportamiento. Lo vemos cuando alguien se pone al volante de un
vehiculo, o porta un arma. Y ese concepto, no se corrige con una ley, sino con
un largo proceso educativo, que a tenor de lo que se nos presenta, en poco o
nada hemos iniciado.
Siempre
hablamos de la influencia de los medios, de la perversión que sobre el
comportamiento hacen los modelos que transmiten películas, videojuegos o
programas del corazón. Pero quizá no tanto reparamos en la influencia de quien,
teniendo autoridad, conferida por otros o depositada por toda la sociedad (los
militares, por ejemplo), lejos de ejemplificar los valores que esta precisa
para sobrevivir o crecer, los pisotea, o alimenta conductas contrarias a la
ética natural. No se que me preocupa más en el caso de Sheila, si el calentón
de la tropa, o la actuación en frío de su capitán, entregado a echar tierra
sobre lo que debería airearse, para escarnio del que cometió el delito, no
contra la ley, sino contra la persona.
La historia
de Sheila y la persecución al teniente Segura no son extrañas en otras
instancias públicas. La altura de la actual vicepresidenta (que además osa en
las fotos colocarse junto al Rey), o el apéndice nasal de la presidenta del Congreso, suelen ser objeto de “bromas”, por periodistas y diputados, que más de
una vez las han despachado frases repugnantes, nunca oidas sobre compañeros de
“casta”, bastante más feos y peor preparados.
Y es que no
somos conscientes, como indicaba hace una semana Millás, que la inducción a una
clase de estética, a un tipo de mensaje, e incluso de chanza, impulsa,
simultáneamente, una clase de cosmos. Jugamos dialécticamente con la vestimenta
de las mujeres que ocupan una posición pública, criticando sus vestidos,
peinados y poses, sin reparar en más mérito, algo que nunca haríamos con un
hombre. ¿Qué por qué?. Porque la historia y el hombre nos han otorgado
graciosamente un papel inalterable de objeto, lo cual ensalza, lógicamente,
nuestra necesidad de ornato. La fuerza de la historia, y nuestra contumaz
persistencia, han obligado al hombre a compartir ámbitos públicos (que no
privados, en los que seguimos resignadas a la soledad del esfuerzo) en los que
como protector y maestro muestra una proximidad que más presagia domesticación
que coparticipación. Una proximidad que se muestra en ese uso ágil y reservado
solo a nosotras del nombre de pila. Un gesto útil en la distancia corta para
ensalzar la intimidad, la cercanía, la tolerancia paternal con que se acepta
nuestra presencia, no nuestro protagonismo o relevancia. Una familiaridad que
permite a nuestro capitán asimilar una violación como el resultado aceptable de
un coqueteo, y a nuestros políticos la falda de una mujer como lo más
interesante de su trabajo legislativo. Lo que mira una mujer, lo que dice una
mujer, no se enrasa o escucha igual que en los labios de un hombre. La
ambición, profesional o política se entiende en nosotras como un signo negativo
representativo de nuestra baja ralea. En un hombre es la condición
indispensable para la proyección de su obra, y la dignificación de su
virilidad. Todo ello nos obliga a una demostración constante de nuestras
habilidades y de nuestras virtudes, en un esfuerzo hercúleo en cada instante,
por abrir a codazos un pequeño hueco a donde asir tan solo nuestra sombra, que
el cuerpo es mejor no enseñarle.
Es curiosa
nuestra fijación por criticar el burka afgano, al menos ellos no esconden con
hipocresía sus intenciones.
A la mujer
se la tapa sin tapujos. Igual la próxima vez, era cosa de empalar el intestino
de un cabo, si este nos guiña el ojo, que algo pretendería con ello, o machacar
a burlas las corbatas, los peinados, las camisas o las barrigas de unas cuantas
de sus señorías y de nuestros altos jefes castrenses.
Y es que
poco han cambiado las mentalidades, que si las leyes, desde que Elizabeth
aplaudió la Séneca
Falls. Ellas son madres y mujeres antes que nada, y previo a
ello, destino pasivo del deseo del varón, que entiende en cada bateo de
pestañas, una señal de apertura del portón de la vida. Sin más merito por su parte, ni más utilidad medida. Y todo disponible y solicito al macho,
en su rostro, en su pelo, o entre sus piernas, que el cerebro y
el alma, siendo femeninos, no cuentan.
Pidamos al nuevo que el desprecio a la mujer y la violencia sobre ella queden en el calendario que ahora tiramos a la papelera.
Pidamos al nuevo que el desprecio a la mujer y la violencia sobre ella queden en el calendario que ahora tiramos a la papelera.
Imagen montevideo.com.uy
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