domingo, 4 de diciembre de 2016

La luz de Malala



Recuerdo con intensidad mis días de universitario. Los cálidos días charlando de filosofía sobre  la hierba del campus, las largas noches de invierno estudiando en mi habitación, y las charlas junto a un café con Mercedes Soler, mi profesora de antropología.

Un día, poco conforme con uno de mis trabajos me llamó a su despacho, y sin más preámbulos ni epílogos, me soltó sobre la mesa “El grito de Antígona” de una desconocida, entonces para mi, Judith Butler. La lectura de aquel libro enmendó mi trabajo y fue un paso más para construir mi conciencia. Años después tuve la oportunidad de asistir a una conferencia de Judith Butler, y entendí aun más, en la entonación y el énfasis de cada una de sus palabras la esencia de su imponente aportación cultural.
En una sociedad donde una niña como Malala es salvajemente agredida por reclamar su derecho a ser educada, pese a ser mujer, o donde es necesario declarar un día mundial para defender los derechos de las niñas, en femenino, su obra es imprescindible.
En “El grito de Antígona”, o “En la mujer y la transformación social” o en “Lenguaje, poder e identidad”, Butler ha defendido la teoría de que los géneros son el resultado de una construcción social hecha a medida, dicho sea de paso, del varón, no de un estado biológico.
Que las diferencias de rol social no emanan de una imposición de la naturaleza. Una construcción social que oprime al individuo y que exige de nosotros la secularización de una sociedad doblegada ante mitos y atavismos, y que nos exige desnaturalizar conceptos como el sexo, el género y el deseo, por cuanto no son más que imposiciones culturales que se mantienen en el tiempo mediante acciones de dominio que perpetuamos mediante nuestros comportamientos sexuales, lingüísticos o familiares.

Retomando aquel mensaje está, en parte, la obra de Martha Craven Nussbaum, desde hace tres años premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales. Una mujer contradictoria, por cuanto a la defensa de la mujer y sus valores contrapone los descarnados ataques a Judith Butler, Sarah Efjeson u otras destacadas intelectuales defensoras de la igualdad de género, para ella, muy radicales e izquierdistas.

Pese a su hostilidad mutua, sin embargo, todas han coincidido siempre en una intensa lucha por la difusión y defensa del legado greco latino, de sus valores y su ejemplo en la construcción de nuestra cultura (aunque algo alejados de lo que podríamos llamar una sociedad equilibrada en los roles de sus sexos). Todas han destacado en la denuncia contra las desigualdades y contra la épica romántica de la sencillez y la austeridad (que de ellas a la pobreza hay un paso), y contra el patriotismo y el nacionalismo maligno, ese que hace al individuo sumiso ante el predominio de la nación como abstracto, en lugar de (como defendía Manzini) defender el patriotismo del sacrificio individual en aras del bien de los demás.

Todas han puesto el acento en las necesidades de conciliación familiar de muchas mujeres del mundo desarrollado, eso si, de ámbitos económicos muy concretos. Han defendido la necesidad ineludible de medidas de discriminación positiva, en cuanto facilitan cuestiones como la reducción del diferencial de mortalidad femenina, el acceso a la educación o el respeto y el apoyo al potencial que esconden las mujeres. Y todo ello contado con una concisión tajante y un humanismo desbordado. Pero todo con muy poca coordinación con otras corrientes de pensamiento de género, con una cierta autosuficiencia y con un cierto oficialismo, como si trabajar para organismos y autoridades fuera compatible con el libre pensamiento.

Nada que ver con la historia de Malala Yousafzai, estudiante, bloguera y activista, casi entregada a la muerte por los talibanes, que la descerrajaron varios tiros en cabeza y cuello en el fronterizo valle pakistaní de Swat, por defender su derecho a leer, a leerlas a ellas.

Hay que reconocer que Malala no alcanza la perfección de los textos de Nussbaum, ni su erudición clásica es destacada, ni es tan incisiva como Butler. Posiblemente ni siquiera haya leído a Sócrates. Pero Malala (o Gul MAPAI tras cuyo nombre se esconde en la red) ha relatado con precisión, desde 2009, cuanto miedo padece una mujer en muchas tierras del mundo. Cuanto cuesta aprender o levantar la mirada o ir al colegio o salir al mercado o pronunciar una palabras sin ser requerida.  Ha contado y dado testimonio de cuanto odio muchos cafres encierran contra las mujeres, por el mero hecho de que ellos son hombres, porque en muchos casos ese su único mérito en la vida, la aleatoria combinación de una x y una y.


Las grandes pensadoras de nuestro tiempo alimentan las conciencias de un puñado de miles de mentes formadas y élites económicas. Lo mismo que tantos otros intelectuales. Malala alienta la libertad y la conciencia de millones de mujeres oprimidas, en un lenguaje directo que llega al alma y no parte de Platón o de Freíd, sino del dolor propio. Nassbaum, Butler o Efjeson tienen premios, Malala ha necesitado un pasaje a la muerte, en primera fila, para que se reconozca su papel relevante, su ejemplo y la realidad cotidiana de quien, ni siquiera, puede soñar con escribir o leer sueños. Es la vida.


Imagen El País

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