domingo, 11 de diciembre de 2016

Quiéreme, aun debajo del mar



A poco que te impliques, una jornada en un hospital te revela, en toda su crudeza, los tabúes y las zonas muertas que aun atesora la sanidad, me imagino que aquí, como en cualquier parte. Uno de esos terrenos en penumbra es el del sexo.


Decía el filósofo Kurt Weiss-Harendt que la democracia y la existencia de una sociedad madura y avanzada serian medibles con el simple ejercicio de salir a la calle sin un ápice de ropa, y contar cuanta gente no repararía en ello. En España el escándalo sería mayúsculo. Y lo sería porque arrastramos un bagaje cultural, en este aspecto, muy punitivo y lleno de inseguridades, desconocimientos y condicionantes irracionales, que tachan la sexualidad como un elemento moralmente negativo. Si esto es así para la mayoría de mortales, podemos imaginarnos como afecta a los que sufren alguna enfermedad o alguna dependencia.
Iván agota sus últimos días en Valdecilla, en espera de su traslado al hospital de parapléjicos de Toledo. Unas noches antes de casarse se topó en una curva de Barcena de Cicero con cuatro muchachos resacosos y fuera de su carril. El brutal accidente ha convertido sus piernas en dos amasijos de carne, truncando una vida que tan solo contaba con 22 años.
Al dolor y la frustración se une otra agonía. Sonia, su novia “de toda la vida”, ha decidido no renunciar a él, por muy oscuro que se presente el futuro. Le presiona para que se casen y ha acordado con su empresa el traslado a la delegación que aquella tiene en Toledo, para así seguir junto a él.
Han tenido suerte. Están juntos, están vivos y están recibiendo amparo por muchos lados. Pero eso a Iván no le despeja sus angustias. Vivir junto a ella es, para él, condenarla, a sus 21 años, a una vida sin sexo y sin afecto, a una relación mutilada. Este aspecto de su rehabilitación y de su adaptación a su nueva vida, no es prioritario, diría yo que no esta ni contemplado en la sanidad actual, pero es esencial.
Lo explicaba hace unos días en un programa radiofónico Albert Llovera, un joven esquiador español que quedó parapléjico tras un cruel accidente de esquí en Sarajevo que le aplasto su médula. Hoy, tras años de lucha, es campeón de España de Rallys, en competencia con pilotos que no tienen ninguna minusvalía, y mantiene una vida sexual plena y cuasi normal.
El secreto es una pareja que no se rindió, una voluntad de hierro, y un médico que apostó por él. Pero no es lo habitual. Como cuenta Ana Isabel Gutiérrez, psicóloga y directora de proyectos de la ONG Rara Avis, nos equivocamos al reducir nuestra incapacidad para afrontar este hecho a una condena al paciente, al que intentamos convencer de que la discapacidad implica una renuncia a la sexualidad, cuando hablamos de algo connatural al ser humano. Un problema al que no debe ser ajena la sociedad en su conjunto, coparticipe, aunque no seamos conscientes, de la gestión sanitaria y coresponsable de sanar a quien lo precisa, y de evitar que enferme quien aun esta sano.

Bajo esa premisa se ha desarrollado en los últimos años el trabajo de Almudena Bayeu, psicoterapeuta muy vinculada a los grupos de acción social de la iglesia valenciana, y que puso en marcha, hace siete años, un grupo de apoyo a personas con dolencia de espina bífida y lesiones medulares. Con la ayuda del doctor José Borrás, director del programa de educación sexual Discasex, y la ayuda económica de la Generalitat Valenciana, ha conseguido avances notables en el terreno de la salud sexual de estos colectivos. Parejas que han podido tener hijos, hombres y mujeres que han conseguido superar problemas de falta de autoestima y, en general, seres humanos que han roto una barrera que les impedía socializarse y aproximarse a su entorno, ante un déficit evidente de percepción sensorial.
Pero, como la propia Almudena explica, no estamos ante un mero problema de genitalidad, de ahí que algunos tratamientos puestos en práctica por la sanidad pública, basados en la sobrestimulación hormonal, en el caso de las mujeres, o en la utilización de viagra, en el de los hombres, hayan sido tan solo aceleradores de una amarga frustración. El paciente debe aprender, se le debe enseñar, a controlar su sexualidad, a controlar, ahora de otra forma, su relación de pareja, su percepción sensorial, su capacidad de amar y su rol sexual, que va más allá del sexo.
Muchas veces, las parejas en las que uno de sus miembros sufre una de estas lesiones, no saben como comunicarse, como afrontar estos problemas sin herirse, a veces presa de sus propios prejuicios, por lo que no estamos ante un problema de erotismo, si no de convivencia. En otros casos, la mujer se hunde psicológicamente, al no poder asumir un rol sexual que la sociedad le ha inculcado.
En otros el hombre pierde toda su capacidad social y vital, afectado por lo que los expertos denominan “síndrome de autominusvaloración masculina”, que hace al individuo apartarse, voluntariamente de su entorno, aumentando así sus discapacidad.

En este conjunto de necesidades, la ciencia ha llegado, como mucho, a echar mano de la química, para suplir una mera deficiencia física, los grupos de apoyo, católicos o laicos, han entendido las necesidades reales, afectivas, psicológicas y reeducativas de los afectados, realizando una labor pocas veces conocida.

Pero el problema que hoy abordamos es aun más visible en otro tipo de dependientes, los psíquicos, a los que la condena a la asexualidad es aun más dramática, pues se evidencia en este caso, aun con más claridad, que los tabúes son un obstáculo para la vida más que el propio grado de discapacidad.
Un minusválido psíquico no tiene razones “materiales” para estar privado de sexualidad, pero una ley no escrita, que ahora va cambiando, les ha clasificado, desde hace tiempo, como seres privados de un alto componente de humanidad, cuando no de infantiles. Ello sumado a la falta de información de las familias y a ciertos estigmas sociales, agravan el problema. Cantabria es en este terreno una comunidad pionera. Instituciones como AMICA o la Fundación Dr. Fernando Arce llevan tiempo apostando por la educación sexual de estos colectivos y su integración, a todos los niveles, en al sociedad.
Pisos tutelados, programas de inserción laboral, planificación familiar, educación y acompañamiento personal son ejemplos de la batería de medidas aplicadas en este tema. Pero es solo una excepción.
Muchas de estas medidas han sido recientemente avaladas por un amplio estudio científico de la Universidad de Salamanca, a través del Instituto Universitario de Integración en la Comunidad, que ratifica los prejuicios sobre este grupo de ciudadanos, la deficiente educación sexual recibida, la falta de medidas de normalización laboral y afectiva empleada con ellos y la vulnerabilidad en la que todo eso les hace caer.
De hecho, esa tendencia a no tratar o reprimir, en muchos casos, la sexualidad de estos colectivos, ha hecho que se conviertan en el grupo de españoles más afectado por enfermedades de transmisión sexual, embarazos no deseados y abusos sexuales, pues la ignorancia les convierte en victimas fáciles de situaciones en las que el abuso a que son sometidos, se trasviste de juego. De hecho, el extinto ministerio de igualdad exponía en 2009 que el 90% de las personas con discapacidad ha sufrido abusos sexuales, aunque solo un 3% lo ha denunciado, otro síntoma más de dependencia.

¿Que hacer?, desde luego no fomentar la naturaleza pasiva en minusválidos psíquicos y downs, no reprimir la sexualidad cuando esta toma sus primeras manifestaciones en la adolescencia, saber distinguir y comprender las situaciones de la vida cotidiana, presentar la sexualidad como un elemento más de intercambio afectivo, no como algo pernicioso, enseñar a controlar los impulsos sexuales, como un aspecto más de nuestra naturaleza que debe ser controlado y volcar muchos esfuerzos en la educación en valores (como la responsabilidad, el respeto y el compromiso), supeditando a ellos la sexualidad. Porque no son ajenos, no deben serlo, a una vida basada en valores.
Lo explica Asunción Domingo, miembro de la asociación Inclusive, cuando hablamos de dependientes y de minusválidos hablamos de personas. Personas situadas en un mismo plano vital, pero con realidades y capacidades distintas, que no les sitúan, por ello, en un plano de inferioridad para con el resto.


Y es que, como contaba hace tiempo Silvia Melero en RS21, “el nivel intelectual o físico no determina la capacidad para amar”. Y cuando dos personas se quieren, deben seguir amando, aunque sea debajo del mar.

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