domingo, 29 de enero de 2017

Alejandro Malaespina


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Una mañana soleada, el 30 de junio de 1789, Alejandro Malaspina, joven oficial de la Armada española, da las órdenes pertinentes para que las dos corbetas que forman parte de su expedición, la Descubierta (a su mando) y la Atrevida (comandada por el marino cántabro José de Bustamante), se hagan a la mar. Sopla un favorable viento del Noroeste en la bahía de Cádiz cuando Malaspina y sus más de 200 hombres ponen rumbo a las islas Canarias.Comenzaba de esta manera un proyecto largamente pensado y preparado por el marino nacido en la localidad de Mulazzo, en el ducado italiano de Parma. Mientras Malaspina, desde el puente de mando, ve cómo se desdibuja la costa atlántica española, pasa revista a lo que han sido sus 35 años.

Desde su infancia en Palermo junto a sus padres y hermanos, y bajo la tutela de su tío Giovanni Fogliani Sforza -virrey de Nápoles con el sucesor del ahora monarca español Carlos III-, estudios en el colegio Pío Clementino Romano, bastión antijesuita donde conoció a dos de sus mejores amigos y que tanto influyeron en la política reformista de la época: Nicolás de Azara y José Moñino, este último embajador en Roma y futuro conde de Floridablanca.

También recuerda su nombramiento como caballero de la Orden de San Juan de Malta, su carrera militar en la Armada española, sus gestas heroicas y su inquebrantable voluntad de servicio, su adscripción a aquel grupo de marinos ilustrados que seguian la estela dejada por Jorge Juan, sus viajes a Filipinas al mando de la Astrea; el juicio incoado por la Inquisición "porque hablaba y leía libros en francés" y "se paseaba con el sombrero puesto ostentosamente durante la celebración de las misas a bordo"; la preparación de la expedición más brillante de la Ilustración española (en un momento en el que el declinar del imperio ya era imparable), gracias al apoyo de sus amigos Valdés, ministro de Marina, y Floridablanca, primer secretario del Consejo.

En esa mañana de junio de aquel año de la Revolución Francesa, Alejandro Malaspina emprendía su última y más maravillosa aventura: una expedición con objetivos geopolíticos ("Sin conocer América, ¿cómo es posible gobernarla?") y con la misión de realizar cartas maritimas, explorar nuevos territorios, llevar a cabo mediciones astrofisicas, asegurar la defensa de nuestras colonias americanas de ultramar, recoger plantas y minerales, estudiar lenguas y costumbres, plasmar en dibujos aquellos territorios, colonizar las islas Hawai, estudiar la colonización inglesa de Australia, asegurarse el sometimiento pacifico del archipiélago de las Vavao y reconocer las costas de Alaska para verificar la certeza o falsedad del descubrimiento de un ansiado paso del Noroeste que uniria los océanos Atlántico y Pacífico.

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Durante los siguientes cinco años de su vida, Malaspina recorre, en un viaje pleno de aventuras, desgracias y alegrias, las islas Canarias, las costas brasileñas, el estuario del rio de la Plata, la Pata¬gonia, las islas Malvinas, el cabo de Hornos, las costas chilenas, la mítica y defoniana isla de Juan Fernández, El Callao y Lima, Panamá, las costas mexicanas del Pacífico, América del Norte, México de nuevo, las islas Marianas o de los Ladrones, Filipinas, Nueva Zelanda, Australia, el archipiélago de las Vavao, la costa de Perú una vez más, y vuelta a casa, recalando en Tierra de Fuego, islas Malvinas y Montevideo. El resultado, más de un millón de páginas repletas de datos y dibujos, miles de plantas y muestras geologicas recogidas. Todo un amplio botín científico.

Por fin, un 21 de septiembre de 1794 se produce el regreso. Una vuelta largamente aplaudida por un Gobierno débil que regia una España bien diferente a la que había abandonado cinco años atrás. Se enfrenta a una corte mezquina en la que, según sus propias palabras, dirigidas a su amigo Paolo Greppi "Vivo apartado en la mayor oscuridad en este desorden extremo que nos rodea...", y en aquellas otras enviadas a su hermano Giacinto: "Me es imposible daros una imagen de este país sin ofender a la verdad o a la prudencia; no sólo las pensiones o los dineros, sino también los honores, se prodigan de tal modo y a gente de tal calaña que ahora la abyección es el mejor modo de distinguirse..." .

Malaspina, desengañado porque la edición del memorial sobre su viaje no avanza como él quisiera, y por la vana espera de un cargo de importancia, opta por la conspiración contra el sultán, apodo que adjudica al primer ministro y valido real, Manuel Godoy. Pero Malaspina había nacido para científico y marino, no para político. El valido, siempre al corriente de las intrigas del brigadier de la Armada, y merced a la traición de una dama de la reina que era confidente de Godoy, María de Frías y Pizarro, destapa el asunto en cuanto las condiciones le benefician y, tras un juicio sumarísimo; el marino es condenado a 10 años de reclusión en el castillo coruñés de San Antón.

Tras los más de seis años de prisión que pasa en aquel húmedo lugar (que aprovecha para escribir unos cuantos libros), los cambios de gobierno en España, la intercesión de su amigo Azara y, sobre todo, el interés de Napoleón Bonaparte en la recién creada República Cisalpina, dejan a Alejandro Malaspina en libertad, con la condición de que parta inmediatamente hacia Génova y prometa no regresar nunca más.

A pesar de la insistencia de sus compatriotas para que acepte el Ministerio de la Guerra de la joven y pronto abortada república, Malaspina sigue añorando España y se niega a militar bajo otra bandera. Son unos años difíciles. La desaparición de su hermano Giacinto le deja heredero de la fortuna familiar y le permite vivir sus últimos años con una relativa comodidad. El 19 de abril del año 1810, desengañado por no haber podido volver a España, sin saber de sus amigos ni de los papeles de la expedición que él comandó, y victima de un tumor intestinal, expira en su casa de Pontrémoli, cerca de su Mulazzo natal. En aquella Lunigiana de verdes colinas encastilladas, tierra pobre e histórico paso entre el Norte y el Sur.

 Emilio Soler
Imégenes ocesaronada.net

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