martes, 3 de enero de 2017

El triste abandono de la locura



Tengo un amigo que se llama Julián. Moreno bruñido, con la piel tensa y lacerada por el sol de Liencres, el pelo enrarecido por la sal del aire y los labios entrecortados por el sol de los arenales. Julián es de ingenieros, y es de las olas.

Le conocí cuando apenas tenía 14 años, en una clase de historia y hemos compartido durante estos años, como tantos que fueron mis niños, escuchos, lágrimas, apretones de manos y lienzos de alegría, como solo la escuela sabe crear.
Solo ve por los ojos de Sonia, otra de mis niñas, y ahora aguerrida estudiante en la sisitia de Valdecilla de la que forma parte, junto a muchas futuras enfermeras, cual efeba espartanas.

Hace un año Julián dejó de dormir. Traspapeló el sueño, en esa vorágine de noches de estudio, proyectos, dibujos y alguna fiesta. Pero cuando la vida volvió a su cauce y el verano le salpicó la piel, el sueño no volvió. Tras acudir a consulta, la rutina se hizo carne. “Zolpidem 10mg”, le dijo su médica de familia, sin apenas mover los ojos del ordenador, que todo debe quedar bien anotado y la burocracia debe ser alimentada. En agosto ha vuelto.
Solo duerme con pastillas, algo, unas cinco horas, hasta que el duermevela le atrapa. Sufre fuertes presiones en la cabeza, temblores esporádicos en las dos manos, perdidas de memoria y ansiedad, una opresiva ansiedad, al tiempo que sus veinte años han quedado atrapados en una profunda tristeza, pergeñada de un aire de permanente apatía, de una mirada lejana, de un corazón a medio gas.

Su médica esta vez le ha mirado, y al decir de Sonia, con preocupación. En estos tiempos de tribulación, en que todo se hace deprisa y las exigencias son muchas, cualquiera puede estar deprimido, y un bajón queda al alcance de las mentes más fuertes y de los corazones más queridos. Pero ocurre algo más. Y él lo sabe. “Se que me estoy alejando de todo, y que me deslizo hacia una cárcel, pero no puedo controlar mis emociones, y cada vez me siento más abajo, más oscuro, más en el infierno”, me contaba el martes, acurrucado en una silla de un aula vacía, cuando las clases habían acabado, como un lobo herido, como un niño asustado.

Su médica intuye que hay aquí algo más que un brote de melancolía, o un toque de cansancio adolescente. Tras unas sencillas pruebas, la segunda visita, la de agosto, acabo despachándole al especialista, tras un lacónico, “En esa cabeza tuya, hay algo más que tristeza, tiene que verte un neurólogo urgentemente”. ¿Urgentemente?, el 17 de noviembre. Tres meses de espera para que el neurólogo hable con él, le haga una exploración preliminar y le de salida a un listado angustioso de pruebas, porque, lo ve cualquier iniciado, Julián y sus veinte años, tienen algo, y no es bueno.

Pero las cosas no pueden ir más deprisa. No hay dinero, no hay medios suficientes y las consultas de especialidad están saturadas. Esta tarde hablaba con él por teléfono. No quería preocupar a Sonia, porque no sabia donde y cuando había quedado con ella, y necesitaba de mi complicidad para enmascarar esa lenta caída al infierno que él ve en primera fila. Y mientras le escuchaba, miraba de soslayo las páginas centrales del País, donde, a doble página, se analizaba como, anticipando en Grecia nuestro futuro, una de las grandes multinacionales farmacéuticas, ha elevado sobre España el tajo de verdugo de la falta de aprovisionamiento. Cinco mil millones deben los hospitales públicos, solo a esa multinacional. En la lista, y entre los peores pagadoras, Cantabria, Castilla León, Murcia y Valencia. Un síntoma de la sinceridad y buena voluntad de los que critican a eso que, absurdamente, llamamos gobierno.

Y ahí está el destino de Julián. El diagnóstico, el tratamiento y la atención que precisa quedan cuestionados por una administración mal administrada, que incapaz de asumir sus rutinas, solventar sus luchas partidarias y sus exigencias macro económicas no se sabe que va a poder hacer ante algo tan extraordinario.

Al final, el sistema hasta funcionará, pero solo por la entrega y el decoro de profesionales impecables, que dedican su vida a hacer su trabajo, y tapar las miserias de quienes, sin bata blanca, verde o azul, dedican su vida a poner en riesgo las de los demás.

Una vez, no hace tanto, atravesé con dificultades los pasillos de cierta consejeria, presas de una jungla de cajas, repletas de trípticos, libros de encargo, regalos envueltos para invitados y compromisos y otros objetos inservibles, caramente encargados para el merchandising de la administración regional. Ello, unos días después de que un empresario regional refiriera escandalizado como un alto cargo gubernamental había encargado, de cara a unas elecciones autonómicas tres veces más de las papeletas y sobres necesarios para los comicios, ante la incredulidad de algunos proveedores y la satisfacción del empleado público, que ya echaba cuentas de lo que le tocaría, como entre tantos otros trapicheos cotidianos que nuestros servidores públicos han consumado, y nosotros, con nuestra desidia, hemos permitido.


Pues entre esas cajas y esos sobres esta ahora la vida de Julián. Y las de muchos otros, presa de quienes creíamos que eran ladrones, y quizá solo eran asesinos.

Imagen encontrada en Espacio de Eos - WordPress.com

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