lunes, 9 de enero de 2017

Sordos diálogos de odio



Acabado el sábado estuve solo, que también la vida se toma pausas, y se enfada, y se oculta. Pero aunque a veces no encuentre palabras sigue ahí, acurrucada en un rincón, esperando que el mundo borre una frase, y te levante del suelo, y te de cobijo en su pecho.
Ocupe mi tiempo en un libro de Juan Eduardo Zúñiga que me habían recomendado. “Escúchate en él”, me habían dicho. Un libro que desprende algo más que una sola voz. Es un conjunto de relatos breves, enigmáticos, inquietantes, a veces lacerantes. Relatos que hablan de maestros que descubren que su labor no vale nada, de hombres que buscan en su derredor una misericordia que no encuentran, de gentes que te rodean como una manada y que  almacenan un odio del que nadie sabe su origen, de palabras que calman, de palabras que buscan, de palabras que crean, de palabras que hieren.



Entre todos ellos llamó más mi atención la historia del campanero de San Sebastián. Es la fábula de un hombre que se hizo cargo del cuidado de una vieja iglesia, tañendo cada día sus campanas, hasta que descubrió que aquel trasiego constante de subir y bajar escaleras era demasiada carga para sus huesos, quizá envejecidos, o quizá tan solo acomodados. Preso de esa duda, el campanero decidió finalmente quedarse a vivir en lo alto de la torre, y desde allí cada día voltear las campanas. Su vida se completaba con la visita diaria de una anciana del lugar que, a la vista del hecho, había decidido ayudar en su misión a aquel hombre, llevándole en cada jornada el alimento.
En uno de esos días, la anciana, que le había llevado vino junto al resto de viandas, compartió con el hombre la comida y, quizá por efecto del zumo fermentado, entonó una canción misteriosa, que tonaba de hombres y mujeres que se buscan, de gentes que se pierden, de personas que deben vivir juntas y construir a medias, y que se empeñan en separarse, y odiarse, y malherirse.
La rima dejó al hombre profundamente perturbado, así que al caer la noche tomó la decisión de descender de su retiro y buscar, no sabemos con que intención, a la anciana. Mientras descendía por la escalera, en uno de sus rellanos, aquel hombre quedó pálido y paralizado ante una imagen de San Sebastián, abierto en carnes por las flechas de sus martirizadores, que le mostraba, en realidad, cuan profundas eran las heridas que él mismo escondía fruto del absurdo abandono de su vida, en aquella misión estéril de custodiar las campanas, y por el ensordecedor ruido de aquella torre que le había dejado sordo, ausente de la vida real que le rodeaba. El hombre, tomando conciencia de su error abandonó aquella misma noche la iglesia, en busca de si mismo.

Cerré el libro con la mirada pérdida y los oídos cerrados, presos de mis pensamientos, hasta que un grito seco y la furibunda frase que le seguía me rescató de mis pesadillas. Al fondo de la estancia, frente a mi, permanecía encendido el televisor sintonizando una cadena nacional, en la que Eduardo Inda (el agresivo ex subdirector de El Mundo) y algunos más, peleaban verbo en mano y piedra en ristre, contra un hombre revestido de morado y con aire de melancólico mesías de la izquierda), junto a otros tantos pergeñados de igual armamento. Cada uno en su campanario, con los oídos sangrantes entre el fragor de su campana, llamando a lo alto de su torre a más fieles, para hacer acopio de huestes, sordas e ignorantes, pero contribuyentes al mismo odio común, y al vociferio preciso para acallar la razón y la convivencia.

No fui capaz de entender de qué hablaban, ni por que el hombre que se erguía en el centro, el economista Juan Torre, arrepentido de haber acabado entre aquella fauna, decidió girar sobre sus pasos, y con un lacónico desprecio apartarse de aquellos hombres y salir de escena.
El debate era sobre economía y sobre el sufrimiento de la gente a la que aquella abandona, pero tras la huida de Juan se torno en una agria discusión (que seguiría más tarde en redes y medios) sobre la manera en que las palabras irresponsables conducen a la agente al odio, la visceralidad y la crispación.
Gritaban sobre como las palabras, mal dichas o peor pensadas pueden incendiar una convivencia o un país. Como las palabras, como cuchillos, pueden ser las culpables de conductas, agresiones, enfrentamientos, descalificaciones, odios y descarne de vidas inocentes, como cada día vemos en tantas empresas, en tantas casas, en tantos gobiernos, sobre indefensos mancillados y abandonados.
Y tenían razón. Cuantos campanarios absurdos nos obsesionan, cuantas campanas no nos dejan oír y que pocas personas (sobre todo empresarios, políticos y periodistas) no se han bajado aun del campanario.



Imagen lasexta.com

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