domingo, 26 de marzo de 2017

De palabras anónimas y de amores perdidos



Que abrazo más torvo el de la soledad. Basta un mero espejo para encontrarla en una mueca perdida, en un gesto inerte, en algún lugar de un rostro quieto, por el tiempo que dejó tras de si una ausencia.
El mundo es entonces grande y lejano, y diluye y apenas entrega tu mirada a un mar de espectros.

Queda poco en el alma ante la ausencia, y poco en las manos ante el vacío. Un día, asomas un hilo de cobre al mundo, una levedad, un frágil y dúctil hilo que sondea él éter, como el pescador que trasiega en aguas oscuras en espera de un tesoro en que ni él cree, pero que a pesar de ello le mantiene erguido, aun sin resuello; digno, aun sin aprecio en si mismo; limpio, aun en el fango de su desdicha.
Y un día, el hilo se tensa, entonces se hace grande, y perplejo te acerca a tu orilla un pequeño candil. Fue así como en aquella fría tarde de enero, entre las sombras de su pequeño reino de escayola, mimbre y estera, Arian conoció a aquel ángel blanco surgido del norte, de las tierras de murallas milenarias, de los montes alfombrados de abedules y de los acantilados espumados, altivos como catedrales.
Sintió de pronto que estaba allí, sintió que él la abrigaba y que la daba calor. Sintió un corazón y un latido. Nada dejaba ver tan solo un hilo de cobre, y tanto dejaba sentir un sencillo hilo de cobre.
Basto sentir su mirada en cada palabra, tan solo basto la complicidad de un espacio, una risa o un silencio para recordar la vida, a quien pensaba que la había perdido, y le seria esquiva para siempre. Confió en él sin tenerle y volvió a sonreír.
Bastó contemplar su sonrisa, solo bastó tener su mirada y su voz silenciosa. Hasta que el miedo atenazó sus dedos, aquellos frágiles dedos que cada noche enlazaban las palabras que abrían su alma a aquel hombre, sentado al final de un sencillo hilo de cobre.
Nunca dudo de su ángel, ni cuestionó la firmeza del camino que alumbraba su candil. Pero siempre desconfió de si misma. Hundida en calendas de soledad, Arian nunca superó el terror de llevar su desdicha a otro hombre.
Y entre olas en el rostro rompió el hilo, perforó su barca, arrancó su orilla y se adentró en el mar para siempre, presa entre su miedo  y sus letras, reducida a sus asuntos, sin alma ni ojos, con su mente entregada al cielo, y el soslayo perdido en su ángel.

Algo nos ocurre cuando no somos capaces de vencer nuestros miedos, cuando perdemos con tanta facilidad nuestra capacidad innata para comunicarnos y vivir, y vivir junto al calor de los otros.
Pero también algo ocurre cuando la desconfianza de los demás, cuando las dudas de los demás hacia nosotros nos hieren y nos aíslan.
Hoy, la red se ha convertido en el refugio silente de quienes buscan en el anonimato una palabra, tan solo una palabra de amor, sin poner en juego sus debilidades, escondidos tras una pantalla, ajenos a la burla a la que están condenados quienes no cumplen con los cánones estéticos y de conducta a que el mundo de la imagen nos somete.

A veces condenados a una palabra errante y a un amor efímero, a veces conducidos a un cielo con nombre de ángel, aunque huyamos de él, abrazadas por una torva soledad.

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