sábado, 13 de mayo de 2017

El banco de Antonio



Era huraño y agreste. Era seco y distante, pero todo el mundo le quería. Había vivido media vida embarcado, buscando una fortuna que ofrecer a Maribel, su mujer.



Cada cuatro meses regresaba a su casa en el municipio de Ruiloba, y durante quince días ponía cara de ogro para que nadie le arrebatase un segundo de Maribel. Paseaban por la cambera que desde la aldea de Liandres llevaba hasta la ermita de los Remedios, y desde allí a los acantilados de La Corneja, donde un tintineante camino les acercaba a una playa pedregosa, batida y solitaria.

Cuando se acercaba el tiempo de desembarcar para siempre, Maribel logró mejor acomodo en el cielo, y Antonio quedó preso, en su casa de la aldea, de una tristeza incontenible.

Cada mañana y cada tarde iniciaba su paseo por la misma ruta, entre las mismas piedras, con sus huesos volcados sobre un callado y los ojos cubiertos por una boina negra. Pero sin Maribel.

Aquel acantilado se convirtió en su destino y en el único lugar, por albergar sus recuerdos donde encontraba paz.

Algunos días reñía con los críos que subían a la zona, otros con algún veraneante que violaba la paz de aquel lugar, y hasta con las abejas que libaban sin saber que aquel hombre había convertido aquel mirador natural en su castillo.

Cada tarde y cada mañana se enfrentaba con quienes arrancaban flores, tiraban papeles o bajaban a la playa y con garranchos y esquileros arrebatando al mar pulpos y nécoras.


Un día en su ronda diaria, Antonio vislumbró en la playa maderas y cordeles. Restos suficientes para construir lo que necesitaba.

Era normal verle cada tarde pasar delante de la casa donde mi familia se reunía en los días de verano, tan habitual como que mi abuelo le llamase y que él, con su reverencia y prudencia habituales, entrara en la finca y dijera sí a mi pregunta habitual, “¿Antonio le apetece un café?”.

Pero en aquellos días comenzó a no detener su paso ante la casa de mis abuelos. Caminaba deprisa, precedido por el espíritu de Maribel. “En otro momento nos vemos, llevo prisa”.


Con un escaso hatillo de herramientas, Antonio descendía a la playa de piedra, a pesar de sus años, recogía las maderas que el mar se empeñaba en entregarle, quitaba y rompía nasas y rasgaba redes para que ningún animal muriese por capricho. Durante el primer mes de verano trabajó hasta alcanzar su objetivo. Un sencillo banco de madera en el lugar donde antes se asomaba al mar junto a Maribel, y una cesta de mimbre donde depositar desperdicios.

El resto del estío siguió riñendo, destruyendo artes de pesca furtivas y luciendo su banco.

Pasó aquel verano, y otros más luchando contra esa legión de veraneantes que sin respeto ni sentido común invaden en los días de vacaciones un espacio natural, bello, elegante y majestuoso, permitiendo a sus vástagos ,provistos de redeños, palos, palas, cubos y ganchos saquear las rocas y arrasar las playas.

Buscaban cangrejos para apalearlos, aplastarlos y divertirse arrancándoles las patas, guardando sus restos en los cubos de playa de sus niños, graciosamente decorados con la imagen de Donald y la Sirenita. Pero como un guardián de las Termópilas defendió su playa y, lo que es más valioso aun, concienció a la gente del pueblo que mirar la barbarie con actitud pasiva y distante, no es una opción.

Era casi septiembre cuando en su paseo matinal encontró su banco ocupado. Eran Litos, el hijo de Juan y Paloma y Nando y Mar, los de Pancho y Mellines. Habían recogido la basura de aquella campa, habían vaciado la cesta en una bolsa y esperaban, con aliento entrecortado la llegada de Antonio. Parco en palabras y habituado al silencio,  Antonio les espetó “es mi banco”, a lo que ellos respondieron, “pero el prado es de todos”. “Bajamos a romper nasas de furtivos u os vais a quedar ahí toda la mañana”. Y bajaron.

Durante los siguientes meses aquel grupo de niños fue creciendo y aquel hombre comenzó a hablar y a aliviar su pena.


Dos años después de aquellos encuentros Antonio murió y a instancias de sus vecinos, el vetusto banco fue sustituido por otro de mejor factura, y se colocaron papeleras de madera y una vallla que impide el acceso de los coches y unas mesas de madera para respetuosamente reunirse frente a la belleza de ese santuario marino. Y hasta un funcionario municipal recoge las basuras cada día en aquel bravo acantilado.

Cerca, en el restaurante que descansa junto a la ermita la gente se relaja al solaz del sol de verano, mientras grupos de chavales limpian la playa y cuidan que nadie la esquilme.

Niños que han convertido la costa de Fonfria y la Corneja en un santuario vigilado de vez en cuando por el SEPRONA y casi siempre por la gente de Ruiloba. Un lugar donde Antonio enseñó con su ejemplo a una generación que el mar es sagrado, y el hombre no es su dueño.





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