jueves, 1 de junio de 2017

La maldición de Procusto



Todo el talento de la escuela española sigue ahogado en una falta de vertebración y cohesión de sus miembros, tan grande como la injusticia de sus sistema de evaluación


Todas las personas que en este momento nos están pidiendo a los educadores una buena educación para sus hijos pueden estar pidiendo cosas muy distintas. Para unos educar sigue siendo a la vieja usanza de instruir, exigir y acumular conocimiento. Para otros la clave son los valores y la actitud ciudadana. Para los menos convertir a sus hijos en dinamizadores sociales y seres autónomos capaces de aprender y crear.
En la intersección de todas estas visiones debería estar la solución a muchos de los males de una escuela profundamente desequilibrada.
Es más, las maestras y maestros de este país, cuando proclaman o confiesan que están dando una buena educación a sus alumnos son sinceros, pero cada uno está hablando de algo distinto a los demás.

Si conjugásemos las diferentes variables involucradas en un proceso educativo y formativo, seguro que podríamos llegar a la conclusión de que la escuela española es buena, aunque los resultados indiquen lo contrario.
A nadie se le escapa que informes internacionales como PISA y diversos indicadores de diagnóstico nacionales no suelen darnos muchas alegrías, lo cual, sin embargo, no indica casi nada.
Y no lo indica porque obvia los éxitos intangibles de la escuela. Es evidente que la mayoría de alumnos quieren y confían en sus maestros, en los cuales, por ser muchas veces tutores, suelen volcar hasta su alma. Con lacerantes excepciones, un aula es un reino mágico donde un niño se abre al mundo de la mano de su maestro. Pero la bondad de nuestras relaciones, la siembra de grandes recuerdos o la ilusión de muchos proyectos compartidos no esconde que frente a esa “buena educación” nuestro país se ha convertido en una guerra de guerrillas, en un prisionero de una evaluación sanguinaria y en la arena de muchas encarnizadas batallas.

Cada día se cuecen en nuestras aulas miles de ideas y proyectos, cientos de llaves capaces de abrir la mente y el corazón de nuestros alumnos, decenas de impulsos para la necesaria modernización de nuestras aulas. Tan cierto como eso es que cada día todo ese talento se vuelca en redes, congresos y seminarios, espontáneos o institucionales y es compartido con generosa fruición. Pero tras cada impulso viene el desánimo motivado por la falta de apoyo en los centros, por la falta de continuidad en las plantillas, por el rebose burocrático por el desequilibrio entre la acción docente y su reflexión. Por la soledad que anida en esta profesión. Tras ello tan solo queda, en ocasiones, un conjunto de acciones aisladas, descontextualizadas y discontinuas.

Parte de ese problema podría resolverse con uno de los momentos más esenciales y apasionantes de la educación, la evaluación. Un momento, muchos momentos, en los que un maestro y sus compañeros (también llamados alumnos) fijan su objetivo, construyen el camino, pulen sus herramientas, comparten sus dudas y reflexionan cuanto de eso se ha alcanzado, cuanto falta de recorrido y quienes precisan de apoyo para alcanzar sus derroteros y descubrir, tras un recodo, su propio, único y vital camino.

Pero la evaluación, que debería ser el termómetro de nuestros pasos y una fuente inagotable de ideas innovadoras se ha convertido en el campo de muchas encarnizadas batallas dominadas por el monstruo de la cuantificación. Pocas cosas hay tan negativas  en educación como el reduccionismo. Reducimos a un número el valor de nuestros alumnos, su capacidad, su creatividad, su ingenio, su amor por lo humano. Un reduccionismo basado en familias que precisan la relevancia de un número para colocar a sus hijos en los peldaños sociales, a las autoridades para determinar nuestra capacidad y a la sociedad civil para clasificar a sus futuros productores y lo que han de pagar por ello.

Hace siglos, entre los olivos del Ática griega, en las colinas que dominan Atenas, vivió, en tiempos antiguos, un artero bandido llamado Procusto.
Su despiadado odio por cuanto difería de lo que el había dado en considerar modelo le conducía a actuar de forma despiadada y irracional contra todo lo que era distinto, acaso como resultado de su propia inseguridad.
El caso es que Procusto, también llamado Dámastes, vivía junto a su amada en una yerma posada, en el lomo de una colina. Cuando un visitante solitario se acercaba a sus predios, el torvo posadero lo seducía con su amable verbo y sus gestos elegantes, invitándole a reposar sus cansados huesos, tumbado desnudo sobre un catre de hierro. Si el incauto huésped resultaba alto, Procusto reducía la cama previamente y procedía a serrar sus huesos hasta acomodarlos al lecho. Si por el contrario, su altura no satisfacía los ideales de nuestro anfitrión le hacia tumbar en una cama más larga, dejando así en evidencia su corta altura, en la que le maniataba y descoyuntaba a martillazos hasta estirarle. El caso es que a la mirada de Procusto, nada ni nadie resultaba nunca coincidente con sus ideales, pues nuestro protagonista manipulaba la cama a voluntad, antes de la llegada de sus victimas.

Las andanzas de Procusto, y su miserable actitud rindieron cuentas a la historia, cuando el héroe Teseo, decidido a imponer justicia y sensatez en aquel reino, se dejo seducir por el malvado, y al entrar en la posada, y tras una brillante maniobra, logro atarle cortándole a continuación la cabeza y los pies a hachazos. Dicen que fue la última aventura de Teseo, que en viaje desde Trecen a Atenas, decidió desviar su ruta a fin de liberar a los hombres.
La historia refleja certeramente los mecanismos más viles de nuestro sistema de evaluación. Ya hemos identificado a Procusto, ahora solo precisamos erigirnos en Teseo.








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