viernes, 2 de junio de 2017

Por el placer de matar



Mi padre me enseñó a amar la tierra desde que tengo recuerdo. Desde que pude andar camine junto a él por las brañas de Palombera, entre los castaños del Saja o por el ribete costero de Bareyo. Desde que pise junto a él los arenales de Oyambre supe lo que era un santuario y cuan afortunados somos por ver acurrucarse al Sol, antes de que despliegue su manto cálido cada mañana.


Desde entonces he crecido viendo menguar la Tierra, viendo apagarse sus brillos, sintiendo como el aire se enrarece y el mar se reseca, presos del olvido del hombre, de la soberbia del hombre, de la ignorancia del hombre.

Ayer, mientras escuchaba a Trump y su pobre alegato para abandonar el bando de los que luchan por la Tierra, pensaba en todas esas personas contrariadas con el presidente americano. Toda esa gente que critica su nefasta sin razón, al tiempo que saquean la Tierra y pisan su riqueza. Y quizás sin darse cuenta. Solo quizás

Ya es junio, y empezamos a ver en nuestras costas y arenales un reguero humano portando neveras, sombrillas, sillas y otros artilugios que inundan sin piedad nuestras orillas.

La imagen que recuerdo de mi última visita a las playas de Cantabria es la de una legión de humanos que, sin respeto ni sentido común, habían invadido un espacio natural, un territorio bello, elegante y majestuoso sobre el que, en lugar de disfrutar y enseñar a sus vástagos la necesidad de convivir con el medio que nos cobija, ejercían una depredación salvaje.
Decenas de niños, azuzados por sus padres, madres, deudos y abuelos, y provistos de redeños, palos, palas, cubos y ganchos saquean las rocas de Canallave, Valdearenas, Ajo, Tregandín o Comillas como una plaga.
Buscan cangrejos. Los cogen, los apalean, los mutilan, se divierten arrancándoles las patas y guardan sus restos en los cubos de playa de sus niños, graciosamente decorados con la imagen de Pluto y la Sirenita.
Saquean cuevas, remueven rocas, arrancan algas, destruyen colonias de animales y saquean la playa cada bajamar. Al caer la tarde, decenas de seres vivos yacen en el arenal tras satisfacer el placer de matar de nuestra especie, en un mar de papeles, envases, restos orgánicos y meadas de niños y adultos. Es en parte fruto del aburrimiento, la gente se entrega en las playas al solaz veraniego, pero al cabo de un rato se aburre y, claro, a la playa hay que ir, es parte del rito estival, la solución, el saqueo. Y es parte también de una falta de ciudadanía preocupante.

Son muchos los artículos que estos días reflexionan y abominan de Trump y su salida del acuerdo climático de París. Yo podría escribir otro artículo sobre el mal uso de los arenales y sobre el desperdicio de agua en las duchas de las playas, y sobre el hecho de pocos recojan sus desperdicios.
No entiendo porque las mismas autoridades que montan el numerito para declarar espacios naturales “protegidos”, no actúan contra los vertidos que llenan nuestras playas de “pichi”, de los depósitos de los mercantes o no actúan para que se cumplan las leyes sobre marisqueo y espacios protegidos, que impiden, claramente, coger cualquier cosa del mar sin licencia.


Es un problema económico, pues estamos destruyendo una parte de nuestro patrimonio, ese que es un atractivo para visitantes (aunque me da que estamos cultivando un turismo de día, que viene provisto de todo, se lleva el sol y nos deja la basura). Es un problema medioambiental, y es un problema social, aquel que deriva de educar o permitir desarrollar hábitos basados en el simple placer de matar, hoy un cangrejo y mañana …

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