Mi padre me
enseñó a amar la tierra desde que tengo recuerdo. Desde que pude andar camine
junto a él por las brañas de Palombera, entre los castaños del Saja o por el
ribete costero de Bareyo. Desde que pise junto a él los arenales de Oyambre
supe lo que era un santuario y cuan afortunados somos por ver acurrucarse al
Sol, antes de que despliegue su manto cálido cada mañana.
Desde
entonces he crecido viendo menguar la
Tierra , viendo apagarse sus brillos, sintiendo como el aire
se enrarece y el mar se reseca, presos del olvido del hombre, de la soberbia
del hombre, de la ignorancia del hombre.
Ayer,
mientras escuchaba a Trump y su pobre alegato para abandonar el bando de los
que luchan por la Tierra ,
pensaba en todas esas personas contrariadas con el presidente americano. Toda
esa gente que critica su nefasta sin razón, al tiempo que saquean la Tierra y pisan su riqueza. Y
quizás sin darse cuenta. Solo quizás
Ya es
junio, y empezamos a ver en nuestras costas y arenales un reguero humano
portando neveras, sombrillas, sillas y otros artilugios que inundan sin piedad
nuestras orillas.
La imagen
que recuerdo de mi última visita a las playas de Cantabria es la de una legión
de humanos que, sin respeto ni sentido común, habían invadido un espacio
natural, un territorio bello, elegante y majestuoso sobre el que, en lugar de
disfrutar y enseñar a sus vástagos la necesidad de convivir con el medio que
nos cobija, ejercían una depredación salvaje.
Decenas de
niños, azuzados por sus padres, madres, deudos y abuelos, y provistos de
redeños, palos, palas, cubos y ganchos saquean las rocas de Canallave, Valdearenas,
Ajo, Tregandín o Comillas como una plaga.
Buscan
cangrejos. Los cogen, los apalean, los mutilan, se divierten arrancándoles las
patas y guardan sus restos en los cubos de playa de sus niños, graciosamente
decorados con la imagen de Pluto y la Sirenita.
Saquean
cuevas, remueven rocas, arrancan algas, destruyen colonias de animales y saquean
la playa cada bajamar. Al caer la tarde, decenas de seres vivos yacen en el
arenal tras satisfacer el placer de matar de nuestra especie, en un mar de
papeles, envases, restos orgánicos y meadas de niños y adultos. Es en parte
fruto del aburrimiento, la gente se entrega en las playas al solaz veraniego,
pero al cabo de un rato se aburre y, claro, a la playa hay que ir, es parte del
rito estival, la solución, el saqueo. Y es parte también de una falta de
ciudadanía preocupante.
Son muchos
los artículos que estos días reflexionan y abominan de Trump y su salida del
acuerdo climático de París. Yo podría escribir otro artículo sobre el mal uso
de los arenales y sobre el desperdicio de agua en las duchas de las playas, y
sobre el hecho de pocos recojan sus desperdicios.
No entiendo
porque las mismas autoridades que montan el numerito para declarar espacios
naturales “protegidos”, no actúan contra los vertidos que llenan nuestras
playas de “pichi”, de los depósitos de los mercantes o no actúan para que se
cumplan las leyes sobre marisqueo y espacios protegidos, que impiden,
claramente, coger cualquier cosa del mar sin licencia.
Es un
problema económico, pues estamos destruyendo una parte de nuestro patrimonio,
ese que es un atractivo para visitantes (aunque me da que estamos cultivando un
turismo de día, que viene provisto de todo, se lleva el sol y nos deja la
basura). Es un problema medioambiental, y es un problema social, aquel que
deriva de educar o permitir desarrollar hábitos basados en el simple placer de
matar, hoy un cangrejo y mañana …
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