Incluso
fuera de España, la noticia de la muerte de Fernando Fernán-Gómez laceró, hace
diez años, al mundo de la cultura, al mundo de la gente que ama la
sensibilidad, el ingenio y la sensatez.
Poco tiempo
antes de su muerte, y ante la cámara de Luís Alegre y David Trueba, Fernando
Fernán Gómez se medio desnudo (solo medio, que su sentido de la dignidad le
arrastraba fuera de escena a cada instante). Una muestra más del talento de
aquel que mezclaba con excelsa sabiduría el implacable sentido de la lógica, y
el humor más despiadado. Y todo a lo grande, como todo en él.
Nunca hechó
de menos sus años de juventud, sabedor del encanto y la riqueza que el paso del
tiempo había depositado en sus huesos, pero si sintió el miedo al dolor que los
achaques nos traen, y a la soledad que el fin de los días anticipaba en su
criterio.
Fue siempre
un galán, de esos de verdad. De esos que despiertan en nosotras una admiración
y una pasión difíciles de contener. Una atracción alejada del físico anguloso y
la mirada entrada. Mas cercana a la admiración que despierta el hombre de porte
y dominio en cada escena de la vida, del hombre que descuella por su
imaginación, su inteligencia y su ternura. Tal era su encanto, que en los años
finales (esos que han enmarcado los medios en tortuosas escenas de genio y mal
humor, entresacados por la provocación de quienes saben como herir la dignidad
del que la tiene), los creadores de medio mundo han quedado deslumbrados por su
talento y su luz de hombre sabio.
Quienes han
tenido el favor de la fortuna, y le han conocido relatan como Fernán Gómez se
irritaba con la algarabía y con la estupidez, con los artificios y los fuegos
fatuos. A la vez que, amante de la palabra y los sentimientos nobles, se
entregaba sin cuartel al dialogo inteligente, dándose dócilmente a sus amigos y
a quienes apreciasen ese estilo humano de vida, hasta en palabras, cómodo y
relajado compartir la vida. En ese entorno, y pese a lo que la leyenda negra
que le acompañará en la eternidad diga, Fernán Gómez era un manantial, entre
miradas de brillo a su alrededor, de sentimientos y razones rotundas, pero
amables, de observaciones agudas, de anécdotas esclarecedoras y de puertas
abiertas a la curiosidad inocente. Un hombre exquisito, delicado y con estilo,
cuyas cualidades quedaron siempre preclaras a los ojos de la profesión,
admirada de su entrega a sus compañeros, de su fidelidad inmaculada a sus
amigos, y de su docilidad y profesionalidad en sus trabajos.
Nunca fue
obstáculo en obra alguna. Sembró aires de libertad y defendió desde su trabajo,
siempre, una visión del mundo y el hombre ajeno a convencionalismos y ataduras,
aceptando, pese a su influencia y ascendiente, cualquier trabajo, cualquier
oferta, de cualquier creador, sabedor que el hombre es humilde, pues nunca ceja
en aprender, y eso pese a esa pose de poseído por el descreimiento del que
espera furtivo el atardecer, tal como falsamente revela el "Yo me
considero ya un contemplador de la vida, vivo de mis memorias y de las memorias
de otros".
El pleno de
la cultura ha alabado siempre el valor social de un hombre que abordó con éxito
y acierto profesional y humano el teatro, el cine, la literatura, la narrativa,
la poesía y el análisis de la lengua, tal como reconocía hace diez años Carmen
Caffarel, entonces directora del Instituto Cervantes.
Pero es
cierto que el Premio Príncipe de Asturias de las Artes 1995, era un hombre a la
par que genial e imprescindible, difícil.
Quien no
recuerda cuando como se despidió del teatro en el verano de 1992, en el
Poliorama, en una deliciosa recreación del hombre a través de textos de Brecht,
y de pasajes de los anuncios por palabras de un diario. ¿Y por que se fue?. Por
aburrimiento. Aburrimiento de repetir cada día las mismas frases sobre un
escenario, de escuchar las risas y los jaleos del patio de butacas, a veces
poblado de tiernos infantes. Aburrido del público.
Es así. Al
final, saciado de bregar con una sociedad que por tiempos no estaba a su
altura, cejo en el empeño de su magisterio teatral, escondiéndose en la
penumbra de un estudio, y la soledad de un paraje, tan solo con el ojo de una
cámara frente a él. "Me faltaron fuerzas y entusiasmo para hacer lo que
había soñado: los grandes títulos del repertorio universal", llego a decir.
En realidad le faltaron fuerzas para soportar tanta miseria y mediocridad en
una sociedad a la que amaba, y contra la que se revelaba.
Imagen Influencia magazine
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