viernes, 8 de diciembre de 2017

A cada instante una palabra



Estos días anuales que los humanos nos montamos para justificar conciencias (el día mundial del escarabajo verde, el día de la tolerancia, el del ahí te pudras o, más cerca, el del SIDA) tienen, a veces, sus cosas buenas. Te reportan un golpe inmisericorde que te saca del nirvana en que nos adormecen, y te sacuden el polvo que te tapa los ojos. Me ha venido a la mente estos días una estremecedora obra de varios artistas de los de verdad, “en el mundo a cada rato”. Cinco historias sobre el SIDA, con la infancia de por medio, que Patricia Ferrera, Pere Joan Ventura, Chus Gutiérrez, Javier Corchera y Javier Fesser rodaron en 2002 para UNICEF, en un intento desesperado de mostrar al mundo las consecuencias de una plaga que, mejor será, no escarbar como hemos producido.

Para mí, la más demoledora resulto ser la primera entrega. La historia de Ravi, envuelta en el titulo de “El secreto mejor guardado”, mostraba a un adolescente indio, huérfano y a cargo de su abuela, que se afana en ahorrar para comprarse el uniforme de su escuela, y así dejar de ser distinto, al tiempo que su abuela descubre que tiene SIDA, y que le vera morir en su regazo, pues el precio de las medicinas no esta a su alcance. Uno de esos relatos que te dejan seca, de tanto exprimirte los ojos en doce intensos minutos. Claro que mejor eso que quedarte ciego viendo el océano de pintura que en su día creo Barceló para Naciones Unidas. Un ejemplo más de los criterios que a veces rigen el uso del dinero en organizaciones dedicadas a luchar contra, por ejemplo, el SIDA.

El mensaje en el fondo era sencillo. La enfermedad siega miles de vidas en el tercer mundo. Cuando sus padres enferman y mueren, la siguiente generación, sus hijos, sufren con intensidad las consecuencias sociales y psicológicas, la miseria provocada por la caída de la renta familiar, abandonan el colegio colgando así su futuro, a veces pierden el derecho de herencia dentro del clan, caen en la desnutrición, la marginalidad, el aislamiento, el miedo, la enfermedad y la muerte.

Corría el mismo año 2002, cuando a la sensibilidad y la militancia de Patricia Ferreira y sus compañeros se añadía un destacado impulso internacional, el Consenso de Monterrey. Una iniciativa de Naciones Unidas que pretendía impulsar estudios y acciones de sus miembros en seis grandes campos que ayudarían a erradicar, entre otras maldades, el SIDA. El objetivo era movilizar recursos financieros nacionales para el desarrollo, recursos internacionales para igual fin, modificar los parámetros en que mueve el comercio internacional para así promover el desarrollo, aumentar la cooperación financiera y técnica internacional para el desarrollo, dar una solución razonablemente humana al problema de la deuda externa y tratar cuestiones estructurales que evitan la construcción de los estados afectado, tales como fomento de la coherencia y cohesión de los sistemas monetarios, financieros y comerciales internacionales en apoyo del desarrollo, la potenciación de los elementos estatales de cohesión y desarrollo social y educativo y el fomento garante de los movimientos civiles.
Sin ser preciso llegar a conclusiones sobre el impacto que sobre esa utopía tiene la actual situación de crisis financiera y económica internacional, de bien poco, podemos concluir, han servido estos seis años, apenas llegando a caminar unos pasos en tan encomiable ruta.
Y es que poco o nada hemos hecho desde este lado de la vida para cerciorarnos, y actuar en consecuencia, de la cruel dependencia entre pobreza y enfermedad. Hasta el punto de que Europa, y otras tantas zonas desarrolladas dedican más esfuerzo financiero y de medios, en provocar en su población una toma de conciencia ante estos temas, que en prevenir conductas de riesgo en los países masacrados por la enfermedad.

Pese a ello, las palabras, la retórica y las promesas sobrevuelan a cada instante nuestras vidas, ya sea como alianza de civilizaciones, objetivos del milenio o programas de cooperación. Lanzados al mundo en medio de una costosa, despilfarradora e inmoral pléyada de elementos publicitarios, tras los cuales no hay nada. Así, no es ya delictivo que dediquemos dinero español para el desarrollo en hacer una cúpula en la sede de Naciones Unidas, en lugar de vacunar, prevenir o alimentar. Es que bajo la cúpula no hay casi nada. El delito es tanto robar a quien padece miseria, como engañarnos tocante a lo que hacemos ante ella.

Y no exagero. De hecho, en los años transcurridos desde Monterrey, la financiación de los programas de desarrollo, atención al SIDA incluido, han sufrido una progresiva privatización, tanto en lo tocante a préstamos e inversiones de cartera, como a las inversiones directas, las dos principales vías de asistencia al desarrollo. Hasta el punto de que hoy, seis años después, las inversiones por ese concepto, de origen estatal son solo un 10% de las que se realizaban en 2002.
A ello se une el hecho de que la crisis actual, originada aquí, no allí, y la inestabilidad de los mercados alimentarios y de materias primas afecta muy negativamente a la generación de recursos propios por parte de esos estados.
Sin embargo, y pese a ello, antes y después de la cúpula de Barceló, nadie se ha planteado, en el marco de la refundación del sistema financiero internacional, contar como premisas con estas evidencias. Nadie ha puesto sobre la mesa, incluso como un elemento impulsor de la riqueza mundial, la necesidad de invertir contra la pérdida de los recursos naturales, la modificación de las pautas climáticas del planeta, la sangría que produce en sus países de origen los flujos migratorios incontrolados o la desestructuración social y económica que producen la falta de entidad de los estados de esas zonas. Como tampoco Europa y el llamado norte acaban de tomar conciencia de que no hablamos de desarrollo como una forma de caridad ni de solidaridad abstracta, sino como una condición indispensable del crecimiento y estabilidad del mundo rico, en un mundo marcado por la globalización.

Tan solo si nos alejamos de nuestra actitud timorata y huidiza solo cimentada en gestos podremos iniciar el fin de estos problemas. La población de occidente debe tomar conciencia, y sus gobiernos a la cabeza, de que deberemos afrontar sacrificios, de renunciar a muchos de nuestros lujos y comodidades actuales, de sacrificar parte de nuestro lujo creciente, para construir un futuro más positivo y duradero. Solo así generaremos los recursos necesarios para afrontar un gigantesco plan de rescate de la humanidad olvidada, que genere, mediante inversiones masivas, grandes dinámicas de desarrollo permanente. Dinámicas no solo económicas, sino educativas y sociales, que afronten en todo el planeta los grandes retos aun aparcados, como el desarrollo de las infraestructuras de transportes, medioambiente, sanitarias o educativas, la promoción e igualación social de mujeres y niños, la lucha total contra las enfermedades endémicas o la ordenación de los flujos migratorios, evitando convertir el derecho a la libertad de movimientos en una obligación, evitando convertir la globalidad en un juego de muerte y favoreciendo las transferencias financieras de los emigrantes.

Nada es fácil, y esto no lo será. Deberemos luchar contra la resistencia egoísta de gobiernos y poblaciones a afrontar sacrificios presentes. Deberemos acabar, y podemos, con la corrupción generalizada en los gobiernos destinados, irónicamente, a la protección en esos terrenos de los ciudadanos y el desarrollo de esas políticas sobre el terreno. Deberemos poner freno a la evasión y el fraude fiscal masivos que practican las multinacionales que ahora rescatamos de sus excesos con el fruto de nuestro trabajo diario y honrado, lleno de privaciones. Deberemos olvidarnos de abandonar la cooperación en manos de ONG y manos privadas para realizar ingentes esfuerzos públicos de inversión. Esfuerzos para los que nos hemos comprometido, y en los que tan solo cinco países de de la OCDE están hasta ahora comprometidos, y eso que solo deberíamos destinar el 0,7% del PIB nacional.

Deberemos afrontar el inmenso desafío medioambiental que se abre ante nosotros, asumiendo nuevos sacrificios en el uso de la energía y la tecnología. Deberemos recordar a cada instante la memoria de millones de seres humanos que morirán en este camino. Deberemos entrar en combate, implicarnos, renunciar y asumir sacrificios. Deberemos actuar a cada instante y dejar de conformarnos con tan solo oír palabras, a cada instante.

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